viernes, octubre 06, 2006

Nota sobre Microhistoria

Justo Serna es un especialista en microhistoria y uno de los historiadores más importantes de habla hispana. Es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y se ha dedicado a la Historia Cultural.
Serna nos ha cedido, gentilmente, un artículo sobre microhistoria, que escribió junto con el historiador español, Anaclet Pons. Los invitamos a disfrutar de este excelente artículo y a visitar su página:
http://www.uv.es/jserna/ y su blog http://blogs.epi.es/jserna/

Algunos de sus libros son fuente constante de consulta.
Cómo se escribe la microhistoria, en conjunto con Anaclet Pons

La historia cultural en conjunto con Anaclet Pons.

NOTA SOBRE LA MICROHISTORIA.
¿NO HABRÁ LLEGADO EL MOMENTO DE PARAR?


Justo Serna y Anaclet Pons
Universidad de Valencia

Publicado en Pasado y memoria, núm. 3 (Alicante 2004), págs. 255-263

1. A principios de los años noventa, Peter Burke editaba un volumen titulado New Perspectives on Historical Writing. Se trataba de un texto en el que diversos autores trazaban el mapa de la historiografía entonces vigente, un bosquejo hecho por académicos de gran relieve. De ese modo, cada uno de los autores presentaba el significado de las prácticas históricas que habían tenido mayor desarrollo.
Se tradujo al castellano bien pronto, en 1993, con el título de Formas de hacer historia.Allí, como en la edición original, el lector español tenía la posibilidad de hacerse una idea de lo que era la microhistoria gracias a la contribución de uno de sus más celebrados representantes: Giovanni Levi. La obra ha gozado de influencia y ha servido para dar a conocer algunos de los avances más notables de la disciplina. Una década después, el libro se reeditaba con ligeras variaciones.
Así, en el brevísimo prefacio que Peter Burke incluye a esa segunda edición advierte que la principal novedad del texto es el añadido de “algunos párrafos sobre la investigación reciente en historia de la lectura, historia intelectual y microhistoria para actualizar los capítulos de Robert Darnton, Richard Tuck y Giovanni Levi”.En relación con este último autor, Peter Burke redacta un apartado específico, un apéndice informativo titulado “El debate de la microhistoria”. En esa breve adición reconoce que dicha perspectiva historiográfica “no ha dejado de florecer en el sentido de que cada vez se publican más estudios sobre este género en diversos idiomas”. Entre otros cita volúmenes de los años noventa debidos a Oswaldo Raggio, Alain Corbin, Jaime Contreras y Hans Medick. A su parecer, todas estas obras podrían clasificarse en tres tipos de microhistoria. Por un lado, las que toman como objeto de análisis comunidades o pueblos, que siguen siendo las más numerosas. Por otro, “abundan también los estudios sobre individuos olvidados”, añade Burke. Y, en fin, quedaría una tercera variante de investigaciones centradas principalmente en familias.
“Por fascinante que sea”, sigue Burke, el lector estaría obligado en todo caso a preguntarse si esta profusión de estudios microhistóricos no habrá provocado ya cierto hartazgo, si no se habrá agotado ya el rendimiento intelectual que esta perspectiva abrió en su momento. Montaillou, en 1975, y El queso y los gusanos, en 1976 fueron textos pioneros y también lo fue La herencia inmaterial, en 1985, textos muy atractivos que revelaban las posibilidades de la microhistoria en las tres vertientes que Burke detalla: como estudio de comunidad, de individuo y de familia. Así pues, el británico reconoce el valor extraordinario de aquellas investigaciones pero no cree que esté justificado repetirlas hasta la saciedad. “Después de los pioneros”, se pregunta Burke, “¿no habrá llegado el momento de parar?”
La respuesta que nos da no es tajante, pues cree que el valor de las obras que han venido después depende del objetivo que se planteen. A su modo de ver existen dos riesgos fundamentales en el cultivo de la microhistoria. Uno sería el de tomarla como una especie de etiqueta que sirviera para rotular toda investigación basada en documentos curiosos, raros o incluso excepcionales que tuvieran algún interés humano. Otro peligro sería el de convertirla en un fin en sí mismo, de modo que cualquier minucia, cualquier cosa insólita o llamativa, mereciera ser tratada en una monografía. ¿De verdad son riesgos?
En el fondo, podríamos argumentar, cuando el público potencial prefiere obras de esta naturaleza lo hace buscando la rareza, lo inaudito, pero también lo cotidiano en el pasado; unos lectores que, aturdidos por el presente extraño, frecuentemente incomprensible, que les toca vivir, encuentran en este tipo de volúmenes satisfacciones diversas. Obtienen, por ejemplo, evasión, una huida o escape del azaroso hoy que tanto preocupa, pero también sorpresa, contraste con su mundo, un conocimiento a partir de lo distante y lo diferente. Nada que objetar, puesto que el problema posible de la microhistoria no está en la lectura y en el uso que hagan sus destinatarios, sino en la concepción y elaboración que sus autores se planteen. En efecto, un historiador pecaría de irrelevancia si la elección de su objeto sólo se debiera al interés erudito o a la simple rareza del caso, si sólo tomara el documento como un depósito de curiosidades. En cambio, cualquier objeto o cualquier fuente histórica son susceptibles de un análisis complejo y significativo, siempre y cuando aquello que se pregunta el historiador sobrepase el mero detalle de lo puntilloso, ese dato en sí mismo llamativo, deslumbrante. Por eso, Peter Burke señala que las técnicas son relevantes cuando se emplean como método para formular problemas históricos perdurables o diferentes de los actuales.

2. Desde nuestro punto de vista, los reparos que pudieran hacerse a la microhistoria no tienen por qué ser necesariamente distintos de los que se ponen a la disciplina en general. Para precisarlo, permítasenos emplear una distinción conocida y útil, la que diferencia entre información, conocimiento y saber. La información es el dato bruto de la experiencia, ese conjunto de noticias sobre cualquier cosa ocurrida, por ejemplo, en el pasado, y que aumenta nuestra erudición. Libros que proporcionan este tipo de contenidos los hay de toda suerte, no sólo en la microhistoria, y en cualquier caso el rédito que de ellos se obtiene es, como mínimo, incrementar nuestro bagaje: en el peor de los casos, sólo la diversión pasajera que nos da el repertorio de curiosidades. El conocimiento, por su parte, lo hallamos en aquellos libros en que el autor somete los datos a una determinada perspectiva que los sobrepasa. De lo que se trata es de rebasar la curiosidad o el episodio o el acontecimiento para enmarcarlos en el contexto de las discusiones académicas. Con ello, aumenta lo que se conoce acerca de determinado objeto historiográfico: en el peor de los casos, se trata de monografías muy especializadas que sólo interesarán a los previamente interesados, es decir, a los expertos y agremiados. Pero lo relevante para la disciplina no es necesariamente lo importante para la sociedad, enfrentada a problemas que no suelen coincidir con las preocupaciones de los académicos. Por su parte, el saber, como experiencia humana, es, en efecto, algo distinto, algo que no debe confundirse ni con el aumento de la información bruta ni con la sofisticación del conocimiento técnico, aunque ambas cosas sean una base para construirlo. En realidad, ese saber es la capacidad de discernimiento, de juicio experimentado, de sensatez, de frónesis, por decirlo al modo aristotélico, que nos permite evaluar las consecuencias de nuestros actos y los efectos de la información y del conocimiento. Frónesis es un vocablo griego que Heidegger devolvió a la actualidad y sobre el que reflexión también Gadamer. En el seminario que impartiera en 1923 sobre la Ética a Nicómaco, Heidegger identifica la phrónesis, la virtud de Aristóteles, con la conciencia moral que nos obliga a volver a nosotros mismos. No es la antigua prudentia que, como virtud, la Iglesia ha incorporado cristianizándolo, sino la decisión de aquel cuyo ser siempre se pone en juego, la razón práctica que ilumina parcialmente a un ser que se halla en la oscuridad. A ese saber es precisamente al que nos referimos para distinguirlo de la información y del conocimiento técnico.
En este último caso, cuando un volumen aporta verdaderamente saber, las preguntas que el autor se plantea suelen ir más allá de la mera curiosidad y del campo del que es especialista. Es decir, las cuestiones que formula son profundas y sobrepasan las fronteras de lo académico. Por eso, las lecturas que hace y las herramientas que utiliza le aproximan a aquellos otros colegas y rivales que también rebasan su propia especialidad. Esa confluencia, por otra parte, parece ser un signo de nuestro tiempo, en el que fluye no sólo la información o el conocimiento de las respectivas disciplinas, sino que también se hace más explícito lo que a todos nos afecta, aquel conjunto de problemas que nos acucian y que ninguna ciencia por sí sola resolvería. Así, no es extraño hoy que las mejores o las más avanzadas investigaciones de los campos respectivos se califiquen empleando el adjetivo de la disciplina vecina o incluso rival. Por eso no es raro hablar de sociología histórica o de historia antropológica y tampoco lo es, por ejemplo, que el término historicismo reviva para fines distintos a los que estábamos habituados y que sirva hoy para rehabilitar cierta crítica literaria.
Quizá sea el antropólogo norteamericano Clifford Geertz quien mejor ha leído esta intersección o cruce de intereses, aunque en su caso sólo se trata de abordar la vecindad cada vez mayor que existe entre etnólogos e historiadores. En sus Reflexiones antropólogicas sobre temas filosóficos, Geertz destacaba estas fluidas relaciones, estos préstamos y vínculos que se dan, hasta el punto de producirse una interacción densa entre ambas disciplinas. La mayor parte de este intercambio, decía el norteamericano, se compone de citas mutuas, de modo que los historiadores que se dedican a la Italia renacentista mencionan a etnógrafos que han trabajado sobre el África central, mientras que antropólogos dedicados al sudeste asiático aluden a historiadores de la Francia moderna. Pero esto sólo es lo más visible, lo que a simple vista se aprecia. Hay, sin embargo, una confluencia más profunda y precisamente tiene que ver con la microhistoria. Como el propio Geertz ha destacado y aplicado en sus obras, el estudio de un caso no es necesariamente algo sencillo ni el interés que despierta se debe sólo a la mera curiosidad. Además, puede ser un ejercicio de análisis que ayude a comprender otros casos distantes espacial o temporalmente. En el fondo, de lo que hablamos es de la descripción densa que formuló este antropólogo. Como se sabe, reducir la escala de observación para estudiar la conducta social permite apreciar acciones y significados que, de otro modo, son invisibles. Una vez agrandado el objeto, intentamos captar el sentido de los actos humanos y eso no es irrelevante, no es un asunto menor, puesto que el comportamiento de cada individuo o las vivencias de una pequeña comunidad son importantes en sí y traducen en el caso particular la brava lucha que cada uno de nosotros se plantea para vivir en una circunstancia determinada. El antropólogo ve esa acción y procura darle un significado a partir de su información o de los testimonios de que se vale, es decir, hace del objeto una descripción densa. ¿Y para que serviría un conocimiento profundo de un caso así?
La respuesta más inmediata que probablemente podríamos dar sería la de la representatividad: siempre que el caso pueda generalizar o servir de ilustración de una tónica general, entonces su pertinencia estaría fuera de toda duda. Y, sin embargo, Geertz nos previene precisamente contra eso mismo: el conocimiento local no es averiguarlo todo de la aldea para no trascenderla, de modo que el resultado sólo interese a los lugareños; pero tampoco es tomarla como emblema, metáfora o espejo de una totalidad, de manera que la conclusión sólo confirme el proceso previamente conocido. En el fondo, el antropólogo que obre al modo de Geertz averiguará muchas cosas sobre la conducta humana cuando la estudie en los primitivos y ese saber le permitirá entender la cercanía y la distancia que esa tribu tiene con respecto a su país de origen o con respecto a la cultura de la que aquél procede. A la postre, cuando realiza sus laboriosas investigaciones, el etnólogo no se está preguntando por la representatividad de su objeto, por la generalización del caso, por la extensión de los resultados. En realidad, su monografía le permite acopiar saber y conocimiento que servirán para comparar y para establecer prudentes analogías. Y, además, ese análisis incorpora un método, una forma de rescatar el significado de dichas acciones y una manera de construir el objeto de estudio. Que los resultados sean inmediatamente generalizables o no, que pueda predicarse del caso su representatividad, es algo posterior. A un weberiano como Geertz no le extrañaría, en efecto, que el análisis de la conducta partiera de la acción: el acto concreto tiene un significado para quien lo emprende y para sus espectadores y para ese observador distante que finalmente lo estudia.
En el caso de la historia, al tratar las acciones según una perspectiva diacrónica, la cuestión de la representatividad y de las consecuencias generalizables de los actos es más perentoria. De hecho, se suele descalificar a la microhistoria porque no serían significativos o representativos. Así, se dice que las prédicas de Menocchio, el molinero de Carlo Ginzburg, no tienen un impacto remotamente comparable al de las ideas de Lutero; o que la literatura clandestina que estudia Robert Darnton no puede situarse al mismo nivel que las páginas áureas de la Encyclopédie. Por supuesto, respondería cualquier historiador sensato. El padre del protestantismo o la obra editada por Diderot y D’Alembert tuvieron unas consecuencias que hoy calibramos y admitimos como de mayor alcance. Pero ¿quién decide que lo que sucedió en otra escala o a individuos sin relevancia especial es menos significativo? A cualquiera de nosotros no nos gustaría que el historiador del mañana nos tomara como un dato prescindible de la experiencia, puesto que cada una de nuestras acciones es relevante como ejemplo de la epopeya humana. Lo que sí es cierto es que, desde la perspectiva de una historia más tradicional, pueden causar cierta sorpresa. Como ha señalado John Lewis Gaddis, “¿quién habría predicho que hoy estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada de un molinero italiano del siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la perspectiva de un obstinado sirviente chino, o los primeros años de la independencia norteamericana a partir de las experiencias de una comadrona inglesa?” Como Gaddis concluye, es el historiador quien selecciona lo que es importante, y no en menor grado que si se tratara de un relato sobre una célebre batalla o la vida de un conocido monarca. Es decir, que el caso de Menocchio o los otros ejemplos que cita el historiador los toma como perspectivas que de los grandes hechos o procesos tienen testigos menores, cuya versión o cuyo relato acaban siendo muy significativos, pues nos describen su posición en el tiempo y en el espacio y cómo vivieron y experimentaron determinada circunstancia. Con ello se iluminan aspectos del pasado que, de otro modo, quedarían oscurecidos.

3. Desde este punto de vista, pues, y en función de lo que acabamos de decir, la microhistoria continuaría viva a pesar de la defunción que sus practicantes italianos habían decretado a la altura de 1994. Fue entonces cuando las disensiones en el grupo original y las diferencias de perspectiva les llevaron a juzgar acabada dicha experiencia. Sin embargo, el propio Carlo Ginzburg, tenido como el máximo referente de esta forma de hacer historia, parece haber reconsiderado esa posición. Así se expresaba en 2003 en el prefacio de un volumen mexicano en el que se recopilaba una parte de su obra, titulado Tentativas. En ese texto, el autor italiano recuerda cuál fue el origen de la microhistoria. A su entender, el impulso, el éxito, derivaba de una profunda crisis de las ideologías, de una crisis de la razón y de los metarrelatos, manifiesta ya a finales de los años setenta. Pues bien, la vitalidad de la corriente se explicaría ahora por la persistencia de la situación histórica que condujo a aquella crisis. De ahí que indagar sobre el acontecimiento y sobre el individuo sean hoy, todavía, propuestas atractivas y significativas para los problemas que nos acucian. En efecto, dice Ginzburg, “después del 11 de septiembre de 2001, este problema está más abierto que nunca”.
El atentado contra las Torres Gemelas, que resulta tan llamativo, tan retransmitido, tan grave, es a la vez un ejemplo de la dificultad que encierra el acontecimiento, lo singular, el caso para el observador. Para entenderlo retomaremos una idea que expusimos anteriormente, al inicio de Cómo se escribe la microhistoria. ¿Cómo pueden conocerse el todo y la parte? Hay distintas maneras de emprender su conocimiento: como nos proponía Omar Calabrese, una sería a partir del detalle, otra tomaría como punto de partida el fragmento. Cuando, por ejemplo, nos representamos una obra de arte, podemos concebirla como un todo, como un conjunto o sistema compuesto de distintas partes o de diversos elementos. De este modo, si partimos del conocimiento previo del todo, las porciones que lo forman se nos presentan como detalles del mismo; por el contrario, cuando ese conjunto nos es desconocido, sus partes se nos presentan como fragmentos. Por ejemplo, cuando de un óleo se nos se saca una fotografía parcial, entonces se dice que es un detalle; en cambio, cuando sólo poseemos un trozo de lo que en su momento suponemos que fue una vasija, entonces lo que tenemos ante nosotros es sólo un fragmento. Un detalle es un corte hecho a un entero conocido; un fragmento, cuya etimología nos remite al infinitivo latino frangere, alude a algo que se ha fracturado: no es un corte artificial, deliberado, sino que ha sido seccionado de manera accidental, fortuita, sin intervención del observador actual. Si no contamos con todas sus fracciones, el entero está in absentia, y si quisiéramos reconstruirlo procederíamos tentativamente, añadiendo partes y completando vacíos. La meta es conocer el entero del que forma parte y, por tanto, lo que haremos es relacionar esos restos entre sí.
Por eso, Carlo Ginzburg ha titulado ese libro mexicano con el acertado rótulo de Tentativas. Como señala en la introducción, esa palabra deriva del latín temptare, cuyo significado es el de tocar, palpar, es decir, rozar con levedad algo sin que se identifique del todo, simplemente porque no lo divisamos por entero. Así, “quien hace investigación es como una persona que se encuentra en una habitación oscura. Se mueve a tientas, choca con un objeto, realiza conjeturas: ¿de qué cosa se trata?, ¿de la esquina de una mesa, de una silla, o de una escultura abstracta?” Así pues, ¿en qué consiste el 11 de septiembre?, ¿qué clase de acontecimiento es ése, cuál es el entero al que pertenece, merece ser estudiado como tal suceso o es sólo un episodio de una historia general?
Por tanto, dado que el contexto en el que surgió la microhistoria se mantiene o, incluso, se muestra más evidente, parece lógico que dicha práctica (o “proyecto historiográfico” como ahora lo califica Ginzburg retrospectivamente) siga rindiendo frutos. No obstante, quienes la cultivan o quienes la observan con interés admiten el riesgo que una historiografía audaz puede entrañar. Por eso mismo, autores como Burke o el propio Ginzburg condicionan su aceptación al cumplimiento de determinados requisitos. Sólo si las investigaciones observan esas pautas, entonces se podrá llegar a conclusiones significativas. Por ejemplo, en esa reedición española de 2003 de Formas de hacer historia, el británico aceptaba la microhistoria, siempre y cuando los investigadores situaran sus objetos en lo macrosocial, es decir, cuando las experiencias se pusieran en relación con las estructuras, cuando las interacciones personales se captaran dentro el sistema social, o cuando lo local fuera contemplado como parte efectiva y significativa de lo global. La propuesta de Perter Burke es de todo punto sensata y razonable, incluso podría considerarse como una proclama clásica y a la postre poco novedosa por cuanto esas exigencias se hicieron explícitas en la ciencia social desde décadas atrás. En todo caso, esas afirmaciones deben entenderse desde los propios trabajos del historiador británico, desde su peculiar manera de hacer historia. Cualquiera que haya leído o frecuentado sus obras más celebradas, habrá advertido la clave que dirige sus análisis. De un lado, apreciaremos la extrañeza de los objetos que elige, la audacia con la que trata esos temas que aborda y la reducción de la escala con que los observa. De otro, lejos de resignarse al caso, Burke emprende una inmediata o posible generalización a partir de los datos acopiados, de lo que ya se sabe, de modo que manifiesta una clara voluntad de trascenderlos planteando su análisis dentro de los procesos más vastos y de las categorías que los nombran. De ahí que esas propuestas de control intenten evitar, a juicio del británico, que la microhistoria puede convertirse en una especie de escapismo, en el acatamiento de un mundo fragmentado en el que ya no habría explicación plausible.
Si ésas son las palabras de Burke, los comentarios que en 2003 Carlo Ginzburg hace en su libro Tentativas son bien distintos. A su entender, en la auténtica microhistoria, la que él defiende y califica ahora como proyecto historiográfico, identificaremos un variado conjunto de elementos que son los que avalan su relevancia. En un libro que se rotule como tal, hallaremos la reflexión sobre lo particular, sobre el caso que examina; la conexión entre historia y morfología, es decir, el rastreo y la comparación de las formas culturales en sus distintos contextos apreciando sus semejanzas y parentescos; la oscilación entre lo micro y lo macro, la alternancia, pues, entre lo observado en primer plano y lo captado en otro general; la consciencia narrativa, esto es, la deliberación de examinar narrando, de estudiar el caso relatando su avatar; el rechazo del escepticismo posmoderno, vale decir, el reparo básico a toda forma de relativismo epistemológico; y, en fin, la obsesión, añade Ginzburg literalmente, por la prueba, esto es, por el documento que remite al pasado bajo determinadas condiciones. Pues bien, como en el caso de Burke, esos rasgos o exigencias perfilan mejor su propia andadura o requerimientos personales, que son al fin y al cabo los del microhistoriador más afamado, que un programa general que todos puedan aceptar y practiquen. No se trata tanto de discutir ahora la pertinencia de esos rasgos, sino de apreciar a qué responden.
Ginzburg y Burke, pero también otros, constatan conscientemente un doble proceso. Por un lado, la vitalidad que las últimas décadas ha tenido el estudio de caso, el estudio de lo micro, que incluso se ha podido llevar hasta el extremo tomando asuntos verdaderamente menores como objetos de análisis y como fines en sí mismos. Por otro, han advertido los riesgos que esa pulverización entrañaba, a la vista de esa miríada de temas y de objetos que han proliferado entre tantos autores que se acogen al gusto por la curiosidad y al prestigio de la microhistoria o de la historia cultural. De ahí que Burke y Ginzburg hayan establecido esas precauciones antes enumeradas para evitar la deriva en la irrelevancia, precauciones que son siempre una traslación de sus experiencias personales. De ese modo, no importa tanto lo que cada uno diga como el sentido que eso tiene. Y tampoco importa tanto el nombre que se le dé a esa práctica. Ginzburg hablaba de microhistoria, el antropólogo Clifford Geertz hablaba de miniaturas o de historia etnografiada y, en fin, Robert Darnton hablaba de retratos históricos, esas instantáneas que captan los movimientos de un individuo o individuos dentro de un marco, dentro de un campo que es el contexto del que da cuenta el investigador. En cualquier caso, sean microhistorias, miniaturas o retratos, las obras deberán ser relevantes por sus datos, por el conocimiento que proporcionan y por el saber al que deben aspirar. Por tanto, la pregunta inicial sobre la microhistoria, la de si no habrá llegado el momento de abandonarla, se responde recuperando lo que en ella hay de valioso y cuestionando lo que consideramos fútil.

4. En conclusión, una microhistoria mal entendida sería aquella que cultivara la anécdota, lo pintoresco, lo periférico o lo extraño por sí mismos. El pintoresquismo lo que hace es convertir los objetos en incomparables de modo que sólo resultan de interés a quienes busquen evasión o deseen saciar su curiosidad. El localismo, por su parte, describe realidades que sólo inquietan o atraen a quienes habitan en esa localidad y, por tanto, le amputa una dimensión general. Cosa bien distinta es cuando el microhistoriador adopta un lenguaje y un enfoque tales que presentan el objeto como una verdadera traducción, un abandono de la perspectiva localista o pintoresca. Es decir, la meta no debería ser sólo estudiar el caso, sino intentar analizar cómo los problemas generales que nos ocupan se dan y se viven de manera peculiar en un lugar y en un tiempo concretos. Ahora bien, eso no puede significar en modo alguno que lo particular sea sólo una manera de confirmar lo general, puesto que no es un reflejo pasivo de algo más vasto.
¿Qué es lo que hace interesante a un personaje histórico? ¿Las características que lo identifican con su comunidad o, por el contrario, una personalidad y unos actos peculiares que lo distinguen más allá de lo que comparte con sus contemporáneos? Desde esa perspectiva, un error posible en toda reconstrucción microhistórica es presentar al personaje como un ser extraño, intraducible a las categorías del conjunto. Pero también lo sería si lo hiciéramos depender por completo de su tiempo, como si su existencia fuera un espejo en el que observar sin más la sociedad en la que vivió, como si sus acciones no fueran distintas en nada de las que llevaron a cabo sus amigos, sus parientes, sus cercanos. ¿Qué es, por ejemplo, lo que nos atrae del pseudoMartin Guerre, de Natalie Zemon Davis? Desde luego, no el hecho de que fuera un campesino típico y, por tanto, intercambiable por otros de su aldea, sino la forma en que vivió, el modo en que interpretó personalmente ese mundo que le rodeaba, la manera en que suplantó la personalidad del ausente y se integró en la localidad con el fin de emboscarse. Cuando a un individuo lo tomamos como muestra representativa nos arriesgamos a despersonalizarlo, a arrancarle su peculiaridad que lo hace significativo considerando su ejemplo sólo por lo que de más general encierre. Y ése no es el caso de las mejores obras de microhistoria.


Referencias bibliográficas

Burke, P. (ed.), Formas de hacer historia. Madrid, Alianza, 2003.

Calabrese, O., La edad neobarroca. Madrid, Cátedra, 1989.

Darnton, R., Edición y subversión. Madrid, Turner, 2003.

Gaddis, J.L., El paisaje de la historia. Barcelona, Anagrama, 2004.

Geertz, C., La interpretación de las culturas. Barcelona, Gedisa, 1987.

Id., Conocimiento local. Barcelona, Paidós, 1994.

Id., Reflexiones antropólogicas sobre temas filosóficos. Barcelona, Paidós,
2002.

Ginzburg, C., El queso y los gusanos. Barcelona, Península, 2001.

Id., Tentativas. Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo,
2003.

Dellimore, J. et al., Nuevo historicismo. Madrid, Arco-Libros, 1998.

Le Roy Ladurie, E. Montaillou. Madrid, Taurus, 1981.

Levi, G., La herencia inmaterial. Madrid, Nerea, 1990.

Serna, J., y Pons, A., Cómo se escribe la microhistoria. Madrid, Cátedra-
Universitat de València, 2000.

Id. e id., La historia cultural. Autores, obras, lugares. Madrid, Akal, 2005.