viernes, diciembre 08, 2006

Historia y Memoria. El caso de la Guerra Civil Española

Historia y Memoria. El caso de la Guerra Civil Española

Entrevista de Carlos Subosky al historiador español Justo Serna

Hace 70 años España se encontraba en guerra civil. De un lado el bando republicano, y del otro el falangista, liderado por Francisco Franco, quién luego de tomar el poder por la fuerza dirigiría los destinos de este país, con ideas fascistas durante 40 años.
La guerra Civil Española dejó en sus habitantes una secuela difícil de digerir y una polémica abierta hasta hoy. Por eso los españoles continuán debatiendo y analizando su historia y su memoria. El historiador Justo Serna es uno de los más destacados intelectuales de ese país, que analiza a la sociedad española, luego de la muerte de Franco y los procesos de revisión histórica sobre la guerra civil.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y se ha especializado en Historia Cultural.


Para empezar con nuestra charla quisiera preguntarle, sobre la memoria y la historia, algo que en la España de hoy es materia política. ¿Hablamos de lo mismo?

A pesar de que el interés por el pasado parezca el mismo en ambas, la historia y la memoria no coinciden. Es más: la reconstrucción histórica que emprenden los investigadores cuando exhuman los documentos no tiene nada que ver con la reminiscencia. Cuando recordamos, la función de la memoria es siempre selectiva e incluso arbitraria, un mecanismo que se activa por estímulos internos y externos y que desentierra no los hechos pasados, sino la huella que aquéllos nos dejaron, un vestigio que puede estar semiborroso, prácticamente desvanecido. Los individuos evocamos con significado y eso que devolvemos al presente lo revestimos con un sentido actual, un sentido que no tiene por qué coincidir con el que tuvo para nosotros cuando ocurrieron las cosas. Las sociedades que organizan sus mecanismos de recuerdo, que erigen monumentos, que conservan sus huellas del pasado, actualizan esos tiempos pretéritos con el fin de atribuir significado a los actos de hoy. Pero esa memoria colectiva que las instituciones emprenden para fines santos o bastardos, para rendir justicia a los muertos o para agredir a los vivos, para mejorarnos o para provocar enfrentamientos, no es exactamente equiparable a la historia. A la historia que llevan a cabo los historiadores.


¿Puede precisar algo más esas diferencias?

Le responderé valiéndome de lo dicho por un gran historiador francés, alguien que ha tratado específicamente el objeto de la memoria como asunto de la historia más reciente. Me refiero a Pierre Nora. "La memoria es la vida, siempre acarreada por los grupos vivos”, decía Nora. “Y, a este respecto, está en evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y la amnesia, inconsciente de sus sucesivas deformaciones, vulnerable a todos los usos y manipulaciones, susceptible de estar latente durante mucho tiempo y de manifestar súbitas revitalizaciones”. En cambio, “la historia es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es. La memoria es siempre un fenómeno actual, un vínculo vivido en el eterno presente: la historia, una representación del pasado”. O, en otros términos, es una forma de dar sentido global a hechos aislados que se relacionan entre sí.

Más aún, añadía Pierre Nora: “dado que es emocional y mágica, la memoria sólo se acomoda a aquellos detalles que la confortan: se nutre de recuerdos borrosos, chocantes, globales o flotantes, particulares o simbólicos, sensibles a todas las transferencias, velos, censura o proyecciones”, insistía. La historia, por el contrario, se propone otros objetivos, valiéndose de otros procedimientos y de otros métodos menos arbitrarios o menos aleatorios. “La historia, en tanto que operación intelectual y laica, apela al análisis y al discurso crítico”, concluía Pierre Nora.

La historia, una operación intelectual y laica...

Pues sí. Retengamos esas calificaciones: la investigación es una operación deliberada, no un producto involuntario estimulado externamente por sugestiones involuntarias. Es, además, intelectual, al menos en el sentido de que no tiene por propósito activar pasiones, sino mejorar el juicio, la capacidad de escrutinio, la posibilidad de evaluar lo acaecido: el saldo de lo vivido por uno mismo, por su propia generación o por las precedentes. Es, por otra parte, una operación laica. Es decir, la frase histórica del investigador no puede apelar a un sentido trascendente, siempre inverificable, a un significado escatológico y definitivo que remita a una instancia providencial. Si los enunciados de un historiador concluyen dándole la razón o la autoridad a Dios, a este Dios o a aquel otro, entonces la acción humana no puede explicarse y sólo cabe el misterio de la creación, la fatalidad del destino.

E inspirándonos nuevamente en Pierre Nora podemos decir que la historia es analítica y crítica...

En efecto, esa historia es una disciplina fundada en una operación racional: no busca las fuentes según le convengan al investigador, no selecciona arbitrariamente lo que le confirma, no descarta lo que le incomoda. El historiador, aquel que es respetuoso con las técnicas depuradas de su oficio, somete sus ideas previas al contraste con los documentos y establece una especie de diálogo con los testimonios. No se fía enteramente de lo que cada uno de esos testigos le dicen o dejaron dicho, sabe que hay contradicciones (incluso falsedades) y racionalizaciones equivocadas. Por eso, la operación histórica exige el contraste entre las fuentes con el fin de apreciar la verdad y su forma de enunciarse en esos documentos. No se trata sólo de alcanzar el testimonio más fidedigno, sino también de examinar de qué modo fue expresado, con qué procedimientos retóricos, con qué recursos de exposición. La historia es, en efecto, una tarea complicada, una labor compleja que exige años de consulta documental y de aprendizaje de sus técnicas.

Pero, además de basarse en testimonios variados, el historiador necesita una hipótesis que le guíe, ¿no es cierto?

Por supuesto, pero siempre que no confundamos una conjetura explicativa con una explicación definitiva, dada de antemano. Debemos estar dispuestos a modificar esa hipótesis inicial y debemos estar preparados para leer textos que no pertenecen a nuestro contexto, repletos de significados que nos son abstrusos, ajenos, incluso cuando las fuentes históricas parecen expresarse con las mismas palabras que nosotros usamos hoy: esa voz, ese término o ese concepto es probable que se enuncien con el mismo significante, pero no es menos probable que designen cosas bien distintas, que tengan significados muy diferentes. Democracia, liberalismo, derechos, etcétera, son palabras de hoy y son palabras de otro tiempo, pero sólo un refinamiento técnico nos permitirá comprender qué historia conceptual hay detrás de ellas en cada momento.

El significado de las cosas, ahora y tiempo atrás. Cuando recordamos creemos con frecuencia que esas cosas evocadas tienen el mismo significado ahora y entonces. Y no suele ser así.

En efecto, frente al ciudadano corriente, al que no se le exige que depure los testimonios del pasado, el historiador debe ser consciente del ese abismo que separa el pasado del presente y ateniéndose a ello debe actuar con cautela cuando exhuma y analiza los textos. Por eso es el suyo un discurso crítico y no complaciente. Por eso, el buen historiador no confirma, sino desmiente. Por eso, la historia, la disciplina histórica, no es idéntica a la memoria, como tantas veces se dice, sino su correctivo, un análisis de las falacias y coherencias absolutas de la reminiscencia, individual o colectiva.

Entonces, si historia y memoria no coinciden, ¿cuál deber ser la auténtica labor histórica?

La tarea del historiador no ser la de afirmar identidades estables entre el presente y el pasado, sino la de abrir una brecha entre el yo y los antepasados, entre el nosotros y el ellos. Mostrar las contradicciones entre lo que somos y lo que fuimos. Frente a la historia monumental, que señalaba Nietzsche, el historiador debería mostrar lo que nos distancia, esos actos emprendidos por otros en otros tiempos y cuyo significado no es inmediatamente evidente. Si tantas veces nos resulta difícil interpretar adecuadamente a nuestros contemporáneos, cómo va a ser sencillo definir el sentido de las acciones pasadas. La historia ha de enseñarnos cómo han mudado las cosas y no esa identidad presunta que se fija. La memoria individual es fuente de malentendidos, de embustes que incluso ignoramos. Por eso, la mejor tarea que puede emprender un historiador es hacer frente a las rutinas de la memoria, a sus coherencias presuntas.

Es, la verdad, una labor fatigosa.

¿Y quién dijo que hacer la historia, que investigarla, era sencillo y que podía hacerse expeditivamente? A los historiadores académicos sus investigaciones les obligan a gastar varios años de su vida en archivos, años en los que se entregan a un esfuerzo documental y analítico a veces extenuante. Otros presuntos investigadores amateurs, en cambio, se proponen revisar la historia cada dos por tres, de estación en estación, como si el análisis del pasado pudiera hacerse sin técnicas, sólo con cuatro documentos traídos accidentalmente: como si bastaran un pocos testimonios para rendir homenaje a una memoria sesgada en la que, al final, se confirman tópicos, prejuicios, estereotipos. Como si todo dependiera de esa explicación dada de antemano. Es lo que están haciendo los revisionistas en España.

¿Los revisionistas?

Sí, me refiero a cierto tipo de historiadores sesgados, altamente politizados, incluso sectarios que toman el pasado para vengarse, para justificar el golpe de Estado dado por Franco, para justificar la Guerra Civil.

¿Puede ponerme un ejemplo?

Seguramente el caso más llamativo es el de Pío Moa, un publicista de la derecha más extrema que presuntamente se calza las botas de historiador para hacer analogías entre el pasado y el presente español, un pasado revolucionario que habría justificado el Alzamiento de 1936, y un presente convulso y radical, el de Rodríguez Zapatero, que exigiría el desalojo del izquierdismo. Mantuve en noviembre de 2005 una polémica con Pío Moa, a propósito del revisionismo histórico y, más concretamente, a propósito de su libro dedicado a Franco. Yo evaluaba dicha obra desde el punto de vista historiográfico, cosa que Moa no entendió, mostrándole precisamente que su volumen era absolutamente ajeno a los procedimientos de la historia académica y documental. Pero, más importante que esto, señalé esa analogía que el autor establecía entre el desorden revolucionario de tiempos republicanos (en España) con el hoy que tanto aterra a Moa.

O sea, que Moa mezcla pasado y presente...

Repasando a Moa uno no tiene la impresión de leer un volumen de historia, dedicado a otro tiempo más o menos remoto, sino que se está ante un ajuste de cuentas con el presente. Digo bien: con el presente, con un presente que se proyectaría insidiosa e explícitamente sobre el pasado. A esta operación indebida, en historiografía la llamamos anacronismo y manipulación. Y es un anacronismo el reproche que el autor hace a la sociedad española, por su actitud distante ante el dictador presuntamente benevolente. Dice, por ejemplo: “una sociedad que no sepa reconocer y apreciar los méritos de quien la ha beneficiado está condenada a seguir a demagogos enterradores de Montesquieu, infinitamente ansiosos de paz con los terroristas y de buen rollito con los separatistas y con los dictadores que más amenazan a su país”. Que esa sea la conclusión de un balance histórico dedicado a una dictadura resulta un extravagante desenlace para un volumen que se presentaba no como un panfleto sino como un ensayo.

Dejemos a Moa. ¿Cómo esta la sociedad española a la hora de releer su historia con Franco?

La historia académica ha investigado con seriedad y con rigor ese pasado incómodo y hay una ingente producción historiográfica sobre el franquismo, sus fases, sus familias políticas. Los historiadores y los sociólogos han mostrado desde hace tiempo el tipo de régimen que fue, cómo fue variando desde el fascismo originario, desde el sueño totalitario del falangismo, hasta la dictadura autoritaria del final. La sociedad española, como usted dice, ha querido distanciarse de aquel sistema desde el momento mismo de la muerte de Franco. Incluso ya desde antes de su fallecimiento esa sociedad quería mirarse en la Europa democrática y no en la peculiaridad anómala que suponía la dictadura. Por eso, la extrema derecha, en España, carece de tirón electoral. Durante el régimen de Franco hubo entre numerosos españoles lo que se llamó un franquismo sociológico, una aceptación resignada y callada de dicho sistema: una especie de servidumbre voluntaria. ¿Qué justificaría ese asentimiento pasivo? El recuerdo de una Guerra Civil caracterizada por su extrema violencia, el miedo a la represión, el apoyo norteamericano (dado a un dictador que hizo del anticomunismo su principal rasgo y causa) y la duración misma de la dictadura: la institucionalización y rutinización del sistema. Téngase en cuenta que a partir de 1945 el Régimen emprendió un proceso de desfascistización que le hiciera presentable como dictadura funcional. Que se desfascistizara en parte no significa obviamente que el dictador fuera benévolo.

¿En España han cicatrizado las heridas de la Guerra Civil?

En todo país que ha pasado por una guerra civil o por una serie de guerras civiles es difícil que lo pretérito no sea objeto de pugna. Lo que ocurre es que ahora en particular y desde mediados de los noventa, desde que José María Aznar decidiera convertir el pasado en objeto de revisión --alentando a alguno de los publicistas más famosos--, desde que convirtiera ese pasado en objeto de querella, ciertos sectores de la derecha y de la izquierda han entrado al trapo y una nueva generación de gente más joven está convirtiendo los tiempos pretéritos y los hechos históricos en elementos de controversia actual, como si lo ocurrido varias décadas atrás pudiera ser restituido, enmendado o reparado...

Pero la Transición política a la democracia estuvo condicionada por el franquismo.

Creo que la Transición política en España ha ido razonablemente bien, que el Estado democrático de Derecho resultante ha construido una estructura institucional adecuada, acertada, mejorable por supuesto, pero que ha resuelto bastantes problemas que históricamente habían acarreado los españoles. Creo que la Transición fue modélica y el resultado fue un alivio: una democracia que tuvo que desmantelar poco a poco lo que eran instituciones heredadas de una dictadura: el ejército, por ejemplo, cuya desfranquistización no pudo llevarse a cabo hasta la segunda mitad de los años ochenta, con los Gobiernos socialistas. El dictador había muerto en la cama dejando las instituciones repletas de franquistas, al menos presuntamente franquistas. Por otra parte, la oposición a la dictadura no tenía la fuerza suficiente para imponer la Ruptura sin pactar esa Transición con los reformistas que procedían de la dictadura. Que procedieran de la dictadura, que hubieran colaborado con el régimen (con un régimen que se prolongó durante casi cuarenta años) no significa que fueran responsables de la violencia y de la represión. Había un sector del franquismo que daba esa aceptación pasiva o cada vez menos entusiasta a un sistema que no nos impedía ingresar en la Europa democrática. Por tanto, cuando hoy en día algunos revisan la Transición y dicen que ha sido un conjunto de abdicaciones por parte de unos y de otros, me parece un error, un riesgo, plantearlo así. O por ejemplo, cuando se supone que la Constitución española de 1978 está lastrada por el ruido de sables o por la amenaza del ejército me parece un error de planteamiento. El recuerdo de la Guerra Civil fue precisamente lo que llevó al consenso entre la oposición antifranquista y el reformismo procedente de la dictadura, pero no por un miedo pánico, sino por la intención de evitar la repetición de la violencia.


Usted dice que la lectura del pasado se hizo correctamente y la sociedad española hizo una transición política bastante buena. ¿No hubiera sido necesario juzgar los crímenes de guerra de los franquistas? ¿Por qué no se hizo?

Me pregunta si no hubiera sido necesario juzgar los crímenes de guerra de los franquistas. Para empezar, el Alzamiento fue un delito, atentaba contra la Constitución vigente y contra el gobierno legítimamente constituido. Por tanto, no puede haber justificaciones retrospectivas, como algunos revisionistas hacen ahora invocando razones de los propios alzados, de los generales que se pronunciaron. ¿Habría que condenar ese Alzamiento ahora, setenta años después? Bueno, quizá podría ser interesante que el Parlamento español se pronunciara, cosa a la que pone reparos el Partido Popular. Pero, más allá de los conservadores españoles, hay dos problemas: es más o menos fácil condenar setenta años después lo que fue un acto de guerra, por tanto esa condena podría quedar como un acto retórico que a muchos podría satisfacernos, aunque sin consecuencias prácticas. Las consecuencias prácticas podrían las de incoar juicios de esos crímenes de guerra de los franquistas, que los hubo, pues aquel ejército perpetró atrocidades que la historiografía más seria y solvente ha documentado. Pero los crímenes no se cometieron sólo en el llamado bando nacional: está suficientemente probado que del lado republicano hubo brutalidades sin justificación alguna, una barbarie odiosamente frecuente que no se fundamentaba en necesidades bélicas y dirigida contra los enemigos, pero también contra correligionarios desafectos. En España, el estalinismo se ensañó, por ejemplo en 1937, con sus rivales trotskistas, produciendo un gran represión. No podemos mirar la Guerra Civil española pensando que los crímenes sólo son de una parte. La Guerra la empezó un ejército sublevado, pero la persecución y la mortandad fueron tareas ignominiosas en las que se empeñaron muchos. El final del franquismo no sorprendió a la sociedad: muchos españoles que habían podido sentir alguna simpatía por la dictadura se habían alejado de esas devociones originarias, de modo que antiguos falangistas habían transitado biográficamente hacia la democracia antes de que la tiranía acabara. Igualmente, muchos opositores tempranos a Franco eran hijos de familias franquistas, hijos que se habían alejado de sus mayores sin que los padres tuvieran responsabilidades criminales. La Transición fue un ensayo de reconciliación nacional, algo que el propio Partido Comunista de España había proclamado sin éxito desde los años cincuenta. La circunstancia política de los años setenta no facilitaba el ajuste de cuentas, entre otras cosas porque los españoles preferían echar al olvido: como dice Santos Juliá: echar al olvido no es olvidar ni incurrir en una amnesia culpable. Es tratar de no agigantar el daño colectivo: un proceso general habría significado una justicia multitudinaria que no repara, sino que agrava y acentúa las viejas tensiones irresueltas. Téngase en cuenta que el ejército franquista no había perdido la guerra ni la posguerra, al haber sido auxiliado diplomáticamente el régimen militar por las potencias occidentales. Ese ejército permanecía intocado en sus cuadros, así como la administración civil del Estado. ¿Qué se podía hacer? ¿Una Ruptura radical? ¿Arremeter de modo suicida contra una estructura que no se había derrumbado? La Oposición antifranquista exigía eso sabiendo que no era posible y lo exigía como un juego político de resistencia y de cambio: demandando lo máximo se consiguió tener un régimen constitucional perfectamente equiparable a los del resto de la Europa a la que queríamos parecernos. A la larga, en veinte años, esa estructura heredada ha sido depurada pacíficamente siendo sustituida por una administración moderna y democrática. El estudio del pasado, sin embargo, no ha acabado: la historiografía sigue aportando datos y ayudándonos a conocer mejor ese momento ignominioso de nuestra historia.